Por la ventanilla del tren iban desfilando pequeños pueblos de la Provenza, típicamente mediterráneos. El color de las paredes de sus casas se confundía con la tierra, con la roca, y los postigos de sus ventanas, azules o verdes descoloridos, esconden los secretos de sus habitantes. Olivos, viento, pinos y vestigios de todos los pueblos que recorrieron el Mediterráneo y quisieron hacerse sus dueños siguen apareciendo detrás de los cristales del cochambroso tren que une Arlés con Marsella.
Echo de menos los campos de lavanda y el esplendor de los girasoles en julio, cuyos restos permanecen resecos en los campos muertos de sed. Pero a cambio, las aceitunas están en todo en su esplendor, esperando a ser recolectadas y en los restos de uvas en las vides semejan una ofrenda, como si los campesinos pagaran su diezmo a los miles de dioses que habitan estas tierras.
El mar, aún lejos de la vista, está siempre presente. Conchas fósiles en las rocas, otras veces entremezcladas entre el adobe y el cemento en las paredes de las casas, nos recuerdan estamos pisando el fondo del mar de otros tiempos.
1 comentario:
Boquino me he quedado. Precioso...
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