domingo, 14 de junio de 2009

Las luces del paraíso. Tánger


Hace unos días, encontré este texto que había escrito en el 2000, después de visitar Tánger, y concretamente el barrio de Marshan. En este barrio hay dos sitios claves. El café Haffa, donde dicen que incluso los Rolling fueron a tomar un té con menta y a disfrutar de las vistas, y las tumbas de los fenicios, antiguo cementerio fenicio, situado en un acantalido desde dónde España y Marruecos se dan la mano.


Y ahí, sentada, rodeada de personas de ojos profundos que soñaban con estar al otro lado, pude palpar la angustia, la tristeza por lo que habían dejado atrás y la esperanza por lo que soñaban. Y... a la vuelta escribí esto.



El paisaje era de ensueño. Los huecos que señalaban el lugar donde buscaron el sueño eterno los fenicios estaban iluminados por la luz difusa de las estrellas. Las luces del paraíso titileaban en el horizonte y lanzaban guiños sonrientes, invitando a llegar hasta ellas. En el aire se respiraba el olor de los sueños, las ilusiones, la esperanza, pero también el olor de la muerte. La muerte que acechaba escondida en el fondo del mar, donde Caronte con su barca esperaba a las almas que se aventurasen hacia el otro lado para conducirlas hacia el Hades.

La mar, esa mar que tanto une y tanto separa, esa madre que mece a sus hijos, y esa amante celosa que envuelve a su amante con su abrazo hasta ahogarlo, susurraba quedamente el nombre de cada uno de los que allí soñaban con el paraíso. Ven, te llevaré hacia allí, decía, ven, tu destino está en la otra orilla. Y todos aquellos ojos oscuros y profundos, tristes como la noche eterna, se iluminaban con una sonrisa y soñaban, seguían soñando, con que una noche, por fin, alcanzarían a la tierra prometida.

Y una vez lo intentaron. Aparentemente, no era Caronte quien les esperaba con su barca, pero el precio que debían pagar por mecerse entre la olas de ese mar era muy alto, tan alto que no importaba todo lo que habían sufrido para poder pagarlo. Algunos fueron tragados por las olas, por ese mar que parecía que unía los dos mundos y ahora se mostraba cruel y dispuesto a defender con uñas y dientes las puertas del Edén. Y otros llegaron al paraíso, a aquel lugar mágico de luces titileantes que en las noches de luna llena les había invitado a acercarse. Y pudieron comprobar ni su dios ni el dios de los cristianos, el que viste las flores y cobija a los animales, el dios magnánimo y sonriente que cuida de sus hijos, tampoco allí les acogía, y que a cambio de su vida sólo les ofrecía hambre, frío, humillación, desesperación y muerte.