miércoles, 1 de octubre de 2008

Provenza. Impresiones de otoño

Por la ventanilla del tren iban desfilando pequeños pueblos de la Provenza, típicamente mediterráneos. El color de las paredes de sus casas se confundía con la tierra, con la roca, y los postigos de sus ventanas, azules o verdes descoloridos, esconden los secretos de sus habitantes. Olivos, viento, pinos y vestigios de todos los pueblos que recorrieron el Mediterráneo y quisieron hacerse sus dueños siguen apareciendo detrás de los cristales del cochambroso tren que une Arlés con Marsella.

Echo de menos los campos de lavanda y el esplendor de los girasoles en julio, cuyos restos permanecen resecos en los campos muertos de sed. Pero a cambio, las aceitunas están en todo en su esplendor, esperando a ser recolectadas y en los restos de uvas en las vides semejan una ofrenda, como si los campesinos pagaran su diezmo a los miles de dioses que habitan estas tierras.

El mar, aún lejos de la vista, está siempre presente. Conchas fósiles en las rocas, otras veces entremezcladas entre el adobe y el cemento en las paredes de las casas, nos recuerdan estamos pisando el fondo del mar de otros tiempos.



domingo, 21 de septiembre de 2008

Francia, mon amour (1)

Cuando tenía 11 años, antes de empezar 6º de EGB, tuve que enfrentarme a una terrible decisión: ¿qué idioma vas a estudiar? ¿Inglés o francés? Por aquel entonces, la cultura anglosajona ya había conquistado el mundo, pero yo tenía clara cuál iba a ser mi decisión: "Francés". De nada sirvieron los consejos de otras personas "El inglés es el idioma que se va a hablar en todo el mundo", "El inglés es el idioma de los negocios"....

Ya, todo eso es verdad... pero en mi colegio, si estudiabas francés, hacías intercambios con familias francesas y ¡¡¡podías conocer París!!!!

Para una niña de 11 años, cuyo periplo turístico se había reducido a algunos pueblos de León y a una visita a Salamanca (otra ciudad soñada durante mis años de infancia gracias a las postales que mi padre y mis tíos habían enviado desde el Balneario de Ledesma durante sus veranos de cura de la psilicosis), la posibilidad de visitar Francia se me antojaba tan excitante como dar la vuelta al mundo.

Durante casi dos años, me pasé horas y horas buscando información sobre la ciudad a la que iría a casa de una familia (Nevers, pequeña ciudad a las orillas del Loira) y sobre París. Revisé una y otra vez las fotos de mi libro de francés (Je commence), en blanco y negro, que me mostraban el Sena, la Ópera, la Torre Eiffel... Me pasaba noches soñando con estar allí y verlo con mis propios ojos.

Recuerdo a la perfección los dos viajes que hice a Francia con mis compañeros de clase en autobús. Salíamos temprano de nuestro pueblo y llegábamos a dormir a Burdeos, después de atravesar el paisaje llano y verde de las Landas. No visitábamos la ciudad, pero el hecho de dormir en un albergue era tan emocionante para nosotros que no nos imagánabamos nada mejor.


Al día siguiente, seguíamos y atravesábamos ciudades como Limoges y las obras de Futuroscope, Chateauroux, Bourges y llegábamos a nuestro destino, Nevers, donde nos recogía la familia con la que íbamos a pasar una semana. Yo me pasaba horas con la nariz pegada a la ventanilla del autobús, sin perder un detalle. Ríos, palacios, castillos, casitas, paisajes... registraba todo en mi cerebro pretendiendo no olvidarlo nunca.

Íbamos al colegio a diario (yo iba en bicicleta, atravesando toda la ciudad sobre calles adoquinadas) y, el fin de semana lo pasábamos en familia.

Allí comí mi primera pizza (llena de queso, que odio, pero... no me atreví a decirlo), fui a primer parque de atracciones, mi primer zoo, mi primera visión de una santa incorrupta metida en una urna (Sainte Bernadette, patrona de Nevers), visité un castillo del Loira (Le Palais Ducal), me llevaron al circuito de Magny Cours, fui a una fiesta de la Vendimia y, por fin... ¡¡¡París!!!!

Yo me sabía de memoria cómo era la fachada de Nôtre Dame, el perfil de la Torre Eiffel, la silueta del Hôtel de Ville... Mis primeros pasos en París los dí alrededor de las fuentes de la Place de la Concorde (visita obligada en mis siguientes viajes a París), después subí al segundo piso (caminando) de la Tour D'Argent, atravesé los Campos Marte y por último, una visita al Louvre. Nunca se borrarán de mi cabeza las visiones de la "Balsa de la Medusa" y de la "Gioconda", que años después me pareció que había disminuido de tamaño.

Después, una rápida vuelta en autobús para ver el arco de triunfo, l'le de la Cité, y... c'est fini. Sublimes, aquellas seis o siete horas primeras en París que alimentaron mis pensamientos durante todo año hasta que volví a casa de la familia Lorsery a pasar otros diez días.

Ese fue mi primer contacto con Francia, con París, con los castillos, con el paisaje, con los franceses. Me enamoré de Francia a los 12 años y mi pasión sigue intacta. Aquel viaje abrió mi mundo, me hizo interesarme por la pintura, por la arquitectura, por la gente de otros países. Aquella decisión de estudiar francés cambió mi vida para siempre.

He vuelto muchas veces. Mi segundo intercambio a Nevers, un fin de semana en París con los amigos, otra semana años más tarde con mi sobrino donde pude pisar las calles nevadas, cuatro días innolvidables en agosto con mi chico revisitando mis lugares favoritos de la ciudad de la luz y conociendo otros nuevos, Normandía, Bretaña, la costa azul, la Provenza, Toulouse... Francia me seduce una y otra vez y siempre será uno de mis destinos preferidos.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Lisboa, la ciudad de la mentira

¿Sabías que Lisboa es la ciudad de la mentira?

Durante el día, Lisboa te seduce con su luz mediterrána, imposible en este lado de la península. Los barcos que recorren el Tajo, el azul del cielo reflejándose sobre sus aguas, su anchura, te hacen creer que no es un río, que es el mar, un mar con límites, pero el mar.

Al llegar la noche, Lisboa olvida su deseo de ser mediterránea y se vuelve africana. Los ritmos, sabores y colores de la noche de Lisboa te trasladan a otros lugares, a Cabo Verde, a Angola, a Mozambique... porque la noche es de las miles de personas que han llegado a la antigua metrópoli buscando una vida mejor.

Lisboa es París en la Baixa y el Berlín de los años 20 en el parque Mayer, con sus teatros y cabarets en ruinas. Se convierte en un barrio pesquero en algunos rincones de Alfama, en África en la plaza da Ferreira, en decadente en el Rossio y en postmoderna en el Barrio Alto. Es pura poesía en la Rua Garret, donde se sienta para siempre Pessoa mirando de reojo a los miles de turistas que se fotografían a su lado.

Belén nos recuerda su pasado esplendoroso: la torre de Belén, el monumento a los Descubridores y el magnífico Monasterio de los Jerónimos, donde duermen Camoes, Pessoa y Vasco de Gama (cuya tumba se rumorea que está vacía). Y nos muestra lo que quiere ser en el futuro en la zona recuperada para la Expo 98.

He visitado varias veces Lisboa y en cada viaje he descubierto un "lugar preferido". El castillo de San Jorge, la Cerveceria da Trinidade, el elevador de Santa Justa, el Pavilhao Chinés, el Chapito y estupenda terraza desde la que se divisa toda la ciudad, el arroz caldoso en Cacilhas y la vista de Lisboa desde el transbordador, el museo Gubelkian, las terrazas de la Baixa, la "Casa dos Pasteis de Belén", el claustro de los Jerónimos, el barrio de Graça.... Espero volver, pronto, y descubrir más secretos y mentiras.

Y para viajar a Lisboa sin viajar, y descubrir sus engaños... la mejor guía es el libro "Lisboa, Diario de a bordo", de Cardoso Pires.

jueves, 4 de septiembre de 2008

¡Empezamos a viajar!

Hoy comienza mi viaje a través de la blogosfera. Me ha llevado un tiempo decidirme... pero aquí estoy, dispuesta a compartir mis experiencias viajeras de hoy y de ayer y esperando que vosotros las compartáis tambíén.

Me gusta viajar. Es mi vicio, pero la falta de tiempo, unas veces, y de recursos económicos, otras, no me permiten moverme tanto como quisiera. En mi estantería se amontonan las guías de Escocia, Irlanda, Estambul, París, Grecia...., y en una caja de cartón múltiples recuerdos sin ningún valor: entradas de museos, un trozo de una taza encontrado en una playa griega, tarjetas telefónicas, monedas, planos, un billete de tranvía...

Y en mi cabeza se acumulan las imágenes de los lugares visitados, la sensación de sumergirme por primera vez en el Egeo, de tomar el té en el café Haffa viendo las luces del paraíso, el olor del barrio de curtidores de Fez, la emoción que sentí cuando estuve por primera vez ante los nenúfares de Monet, los techos de la mezquita azul sobre mi cabeza, el calor de una galería de arte en el frío Estocolmo, la alegría compartida de la fiesta dell Palio en Siena...

A veces pienso que soy coleccionista de viajes. Quiero ir a un sitio... porque está ahí, porque existe, porque otros fueron antes, porque leí un libro....

He viajado sola, en viajes organizados, en pareja, en coche, en tren, en barco, por placer, por trabajo, porque sí... No he hecho grandes viajes, sólo una vez he cruzado el Atlántico y casi no he salido de Europa, de nuestra vieja Europa tan visitada y conocida, pero he descubierto lugares fantásticos que quiero compartir.

Algunos viajes me han permitido cumplir pequeños sueños, como ver París a mis pies al lado de la persona más especial, celebrar mi cumpleaños a los pies de la Acrópolis, ver la Capilla Sixtina, contemplar Manhatan desde Brooklyn. Pero quedan sueños por cumplir.